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miércoles, 8 de noviembre de 2017

Te cuento mi historia de divorcio e increíble reconciliación, por si puede ayudarte…

En mis planes no estaba volver con mi esposo, en los de Dios y en los de mi Santísima Madre, sí

Me apasiona escribir sobre este tema.
Cuando escucho que un matrimonio sacramentalmente válido se quiere divorciar, o que se divorció, mi primer pensamiento es que el divorcio no tiene la última palabra pues tampoco lo tuvo en nuestro matrimonio. Y vaya que lo digo yo, porque en todo mi haber nunca he conocido mujer más necia que yo para volver con su esposo.
Como he dicho reiteradamente, a pesar de considerarme con una buena formación, era de las que creía que el divorcio solucionaría todo en mi vida. Compré la idea de que lo importante es ser feliz y que tenía que ir detrás de la felicidad sin importar si destruía un hogar.
Para mí, divorcio era igual a libertad para hacer y deshacer lo que se me pegara en gana y de, por fin, quitarme el fastidio de cohabitar con un hombre que no me hacía feliz. Obviamente, era una libertad muy mal entendida porque, con el paso del tiempo y tras haber cometido adulterio, por ejemplo, no hice buen uso de ésta, sino todo lo contrario.
Desde el momento en que tomé decisiones erróneas que atentaron contra mi dignidad y contra unas promesas hechas en el altar, mis acciones dejaron de ser tomadas desde la libertad. No es nada fácil ir por la vida aceptando errores de esta magnitud, más he aprendido que Dios es quien nos levanta la cabeza cuando por vergüenza la agachamos.
¿Por qué? Porque hay que dar testimonio de “la verdad”. Estas experiencias son como la parábola del tesoro escondido que se habla en los Evangelios, riqueza que no podemos dejar escondida solo para nosotros. Hay que compartirla para llevar esperanza a tanto matrimonio que vive en la desesperanza, en el silencio y que no se atreve a hablar, a salir y buscar ayuda por miedo al qué dirán, como nos pasó a nosotros.
También siento muchísima compasión por esos matrimonios que creen que el divorcio es la solución a su crisis matrimonial. De corazón quisiera que nadie pasara por esa experiencia por demás dolorosa. Y es que duele tanto porque atenta contra la naturaleza del mismo vínculo. Cuando Dios dijo que seremos una sola carne es real. Al ser “uno” -espiritualmente hablando es imposible que haya separación, no podemos desatarnos uno del otro a no ser que sea por la muerte.
Por eso duele tantísimo, porque no hay forma de romperlo. Hacemos todo lo humanamente posible por separarnos, desligarnos de ese vínculo el cual está pegado por la gracia de Dios, y lo único que estamos logrando es lastimarnos en lo más profundo de nuestro ser.
Yo sigo sosteniendo que, a pesar de que tome mucho tiempo esfuerzo y hasta dinero, siempre resultará más sencillo y al final increíblemente gratificante, invertir, trabajar en salvar nuestro matrimonio sacramental que seguir adelante con un divorcio. El perdón, la reconciliación y la sanación siempre traerán recompensas maravillosas.
Se cumplieron 3 años en que Dios hizo el milagro de restaurar nuestra relación y ahora celebramos 22 de matrimonio, 29 de novios eternos… Podría compartir tantísimo de lo vivido durante este tiempo en que por primera vez hemos dejado que realmente Cristo sea el Rey absoluto de nuestra familia y quien dirige a mi esposo para que él guíe nuestro hogar de una manera sabia y santa.
Lo principal en lo que deseo hacer hincapié es que no podemos dejar de vivir en guardia, en estar vigilantes porque hay una enorme -y espantosa- batalla espiritual en contra de la mujer, del matrimonio y de la familia. Se están atacando a todos los cónyuges, en especial a los que hacen todo por vivir cerca de Dios. A nosotros nos pasó, por lo mismo lo comparto.
A ojos del mundo éramos la pareja perfecta. Reconozco que muchas veces envidiada. Nos casamos después de un largo y tóxico noviazgo de 7 años. Mi esposo, un hombre exitoso, muy piadoso aparte de guapo. Excelente esposo y padre e incondicional de su familia. Yo me dedicada al hogar, a apoyar a mi marido a mi manera, a educar a mis hijos y a dirigir iniciativas apostólicas que me eran encomendadas.
Ambos pertenecíamos a una espiritualidad católica muy reconocida donde recibíamos formación humana y espiritual constante, dirección espiritual, etc. Teníamos una vida de piedad muy activa. Íbamos a Misa diaria, a veces juntos.  Estábamos muy bien formados en la Fe, misma transmitíamos a nuestros hijos. Por más de 14 años fuimos el cuadro de la pareja impecable y de la familia ideal.
Pero como en todos los hogares, solo los que viven dentro saben el costal que cargan. Después de 14 años de matrimonio y de tantísimas visitas a consejeros, psicólogos, orientadores familiares, psiquiatras, sacerdotes y demás, yo abandoné el hogar. Era demasiada la carga emocional que desde mi niñez llevaba a cuestas y un día mi corazón -cargado de profundas heridas emocionales- explotó cual olla exprés.
Fueron 5 años en total los que vivimos separados llegando al divorcio. Fueron años de infierno con coraza y apariencia de felicidad, pero también de una enorme enseñanza. Yo me dediqué aún más a formarme y a salir de ese bache emocional en el que me encontraba, en el que un día me quería morir y al otro también.
Mi esposo por su parte nunca dejó de creer en el amor que había entre nosotros ni en el sacramento que nos unía. Ambos -cada uno por nuestro lado- seguimos viviendo nuestra vida de piedad y, como siempre he reconocido, la Eucaristía diaria y el Rosario fueron claves para no caer aún más profundo en el abismo.
Desafortunadamente, yo estaba muy mal aconsejada por gente de buena voluntad que decía amarme, pero -que ahora reconozco- muy mal formada. Y como yo creía en esas personas y aparte estaba muy necesitada de amor, escuchaba. Grave error de mi parte. Olvidé que el demonio se viste con piel de oveja y que es muy sutil y astuto para presentarnos lo malo como bueno. 
En mis planes no estaba volver con mi esposo, en los de Dios y en los de mi Santísima Madre, sí. Así lo he contado varias veces y ahora lo repito: “Tengo tan presente la imagen de mi parada delante de un cuadro de la Virgen María. Casi a diario y por mucho tiempo fue la misma rutina y oración. Después de comulgar tenía un diálogo con Ella más o menos así. “Madrecita, tú sabes que mi vocación es al matrimonio. Te suplico que me mandes a un Señor San José, a un esposo como el tuyo, casto, bondadoso, lleno de virtudes y que me ame profundamente”.
Prometo que de manera inmediata me contestaba, porque al pedirle eso me ponía la imagen de mi esposo en la cabeza. Claro, yo ni tarde ni perezosa y por la ceguera espiritual tan profunda que traía le regresaba el favorcito a la Virgen diciéndole, “Really?”
Porque hasta en inglés se lo decía mientras volteaba mis ojos al cielo en señal de desilusión y apuntando con mi dedo índice hacia mi cabeza del lado derecho donde salía su imagen. “No Madre, ese no. Mándame otro.”, le seguía diciendo. Había segundos de lucidez en mi cabeza, porque yo alcanzaba a recapacitar en esto.
“A ver, para que me mande otro y yo pueda seguir comulgando tengo que quedar viuda, este se tiene que morir y tampoco le deseo la muerte. Pero Dios es Dios y seguro Él obrará un milagro para que yo pueda tener todo, comunión y marido nuevo”. ¡Qué tal yo! Así o más absurda y demandante… Seguía parada delante de mi Virgencita y la imagen de mi esposo no se iba de mi cabeza.
Era verdaderamente molesto el saber que para mi vida no pudiera haber otra opción de marido que él. Y así terminada mi conversación con ella: “Está bien Madrecita. Si tú quieres que vuelva con él te voy a obedecer. Solo te quiero suplicar dos favores: Primero, enséñame a verle a través de tus ojos y a amarle a través de tu corazón. Y segundo, quítame el asco que le tengo porque bien sabes que tan solo tenerlo cerca hace que me muera de la náusea”.
Mi esposo me había puesto en las manos de nuestra Señora y yo no lo sabía. Y la Virgencita ya estaba trabajando y de qué manera.
Un día el milagro sucedió y por fin yo fui dócil y obediente a Dios: le dije a mi esposo que sí volvería con él. Esto también me parece clave que el cónyuge que cree no amar o no ser feliz en su matrimonio y quiere abandonar el hogar tome en cuenta: la decisión que yo tomé fue una determinación que no hice por amor a mi esposo, sino por obediencia a Dios, por el profundo amor que siempre tuve por Él.
Ese acto de humildad de mi parte, mismo que en ese momento yo no me daba cuenta obedecía a “que la esposa, pues, se someta en todo a su marido, como la Iglesia se somete a Cristo” y el que mi esposo se hubiera mantenido fiel a su promesa y que con su amor y paciencia me haya rescatado del infierno -“Maridos, amen a sus esposas como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella”- ha traído consecuencias maravillosas, milagros extraordinarios. Entre ellos que ahora ambos nos dedicamos a ayudar a matrimonios en crisis por medio del apostolado de “The Alexander House”.
Las lecciones continúan. Sin temor a equivocarme la primera y más importante es que el divorcio no es la solución para los problemas matrimoniales. La verdadera solución es la conversión y la sanación de cada uno de los corazones. Si nosotros pudimos restaurar nuestro matrimonio y salvar a nuestra familia, tú también puedes. Solo sé dócil y déjate ayudar que de lo demás se encarga la Gracia de Cristo.
Deseo de todo corazón que tú vivas lo mismo que yo, que voltees a ver a tu cónyuge y pienses: “Más no le puedo amar” y, sin embargo, al día siguiente le amas y le admiras aún más porque el amor que tienes por él, por ella lo vives de la misma forma en que Cristo ama y se ha entregado a nosotros su Iglesia, de una manera total, libre, fiel y fructífera.
  Luz Ivonne Ream, aleteia

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