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viernes, 1 de julio de 2016

A todos los que nos han ayudado a ver eso que antes no veíamos. La conmovedora historia de Imelda


«Los cuentos se escriben para que los niños se duerman y los adultos se despierten» 
(Hans Christian Andersen).





Solange Paredes, catholic-link
Todos, en algún momento de la vida, hemos tenido a nuestro lado a una persona que nos ha iluminado. Es ese tipo de persona que te ayuda a redescubrirte, es aquella que te alienta a ir por más, a enfrentar tus miedos, a ser mejor; una persona que simplemente te desafía. Para muchos de nosotros, esta persona puede ser alguno de nuestros familiares o un amigo de esos de oro. En el video que nos trae IMO Barcelona, esta persona es Imelda.




Ésta es una publicidad para un instituto oftalmológico, pero la historia nos trae varios elementos apostólicos de los que queremos hablarles:

1. La vida continúa a pesar de las adversidades
Vemos que la historia comienza en un hospital con un niño esperando a ser operado. Es una situación en la que la preocupación y la incertidumbre imperan. No vemos que los padres estén cerca, pero sí vemos que este niño –aunque preocupado– no trata de escaparse, sino que se queda allí, esperando su turno, intuyendo tal vez que simplemente tiene que seguir, que de alguna forma habrá un futuro después de la operación.

Algo parecido vemos en el relato de la enfermera. Dos hermanos, Imelda y su hermano menor, tratan de continuar con su rutina a pesar de la guerra. Ven de cerca la violencia, los edificios destruidos, la miseria… sin embargo, saben que la vida sigue (¡tiene que seguir!). Los vemos corriendo, jugando, tratando de ser niños. Toda la ciudad, de alguna forma, trata de seguir funcionando. Incluso se ve que pasa una pareja de recién casados festejando al lado de tanques de guerra, municiones y ruinas. Todas estas personas no han olvidado pues que «mientras hay vida, hay esperanza» (Ec 9, 4).

2. Empatía y compasión por los demás: ¿somos indiferentes?
Desde el miedo del niño a punto de ser operado, pasando por el miedo de ser interceptado en cualquier momento por un soldado, hasta el simple miedo a la oscuridad. La historia nos muestra que todos en algún nivel y en la estación de la vida en la que nos encontremos, todos tenemos distintos miedos. Todos tenemos debilidades y falencias. Creo que esta es una de las razones por la cual el sentido de comunidad tiene que estar tan presente en nuestras vidas. El sentido de amor al prójimo no puede ser una frase más en las catequesis de primera comunión. Debemos esforzarnos, como la hermana mayor en el video, en estar atentos a lo que los demás necesitan (pero no necesariamente desean).

Al hermano menor no le «nacía» ir al bosque oscuro, pero Imelda lo alienta y le da las herramientas necesarias para vencer sus miedos. Cabe resaltar además que Imelda no lo deja solo sino que lo acompaña durante todo el recorrido. Lo cierto es que esta actitud solo se entiende si es que es suscitada por el amor.

La mayoría de nosotros nos sabemos de memoria que Jesús nos dejó un nuevo mandamiento: «Ámense unos a otros como yo los he amado. Así reconocerán todos que son mis discípulos: si se tienen amor unos a otros» (Jn 13, 34-35). Sin embargo, son tan pocos los que honestamente intentan plasmar estas palabras en su vida diaria. Afortunadamente, nuestro Papa Francisco tiene algo que decirnos al respecto:

«La vida del discípulo de Jesús se basa en esta roca, la roca del amor recibido de Dios y ofrecido al prójimo. Por eso, el rostro de la Iglesia se rejuvenece y se vuelve atractivo viviendo la caridad».

3. Confianza y valentía
Podemos decir que el mérito del hermano menor en la historia es haber confiado en Imelda y haber sido lo suficientemente valiente para salir de la comodidad de su cama e ir a enfrentar sus miedos. El mérito de Imelda, sin embargo, es haberse ganado la confianza de su hermano día tras día, en un trabajo casi de hormiga. Un trabajo que no se detuvo allí sino que, en su amor fraterno, identificó que algo mortificaba a su hermano y buscó lo necesario para ayudarlo.

Es aquí que quisiera detenerme y preguntar: ¿somos Imelda en la vida de alguien? ¿De qué vale decir que somos seguidores de nuestro Señor si no llevamos su luz a la vida de otras personas? Esto no significa necesariamente que tengamos que ir de misión a lugares inhóspitos, sino que desde el lugar en que Dios nos ha puesto: nuestra familia, nuestro salón de clases o nuestro lugar de trabajo, ¿intentamos sinceramente tener relaciones honestas con los que nos rodean? ¿Nos nutrimos de Dios y de su Palabra para llevarla ahí donde se necesita? ¿Hacemos el esfuerzo sincero de vivir conforme a su Palabra?

Ojalá esta historia nos ayude a identificar a las «Imeldas» que nos han acompañado en la vida y que nos han hecho mejores personas. Ojalá también nos inste a ser otra Imelda en la vida de alguien, recordando que es la luz del Señor la que genuinamente es capaz de iluminar nuestra existencia. La única capaz de darle un nuevo matiz que nos ayude a ver lo que antes no veíamos. Para redondear la idea, quisiera terminar compartiendo el llamado que ha hecho nuestro Papa Francisco en su homilía en Armenia, describiendo el tipo de cristianos que el mundo necesita hoy:

«Dios habita en el corazón del que ama; Dios habita donde se ama, especialmente donde se atiende, con fuerza y compasión, a los débiles y a los pobres. Hay mucha necesidad de esto: se necesitan cristianos que no se dejen abatir por el cansancio y no se desanimen ante la adversidad, sino que estén disponibles y abiertos, dispuestos a servir; se necesitan hombres de buena voluntad, que con hechos y no sólo con palabras ayuden a los hermanos y hermanas en dificultad».

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