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lunes, 8 de febrero de 2016

Una reflexión sobre el valor de la vejez y la enfermedad, a partir de la experiencia de mi papá con Parkinson


manos ancianas

JUDY LANDRIEU KLEIN, aleteia 
“Te bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, oré haciendo tres veces el signo de la cruz sobre la frente de papá, la penúltima noche. Él me miró desde su cama, con los ojos bien abiertos. Me acordé de mis hijos cuando, antes de dormirse, estaban listos para la oración y para un beso de buenas noches.

“Es como un niño”, dijo después mi madre al referirse a mi frágil padre de 86 años enfermo de Parkinson. “Ha vuelto a ser completamente un niño”, repitió con una mezcla de sorpresa y tristeza.

Sabíamos todos que este día estaba llegando. Pero a pesar de saberlo, fue conmovedor ver a un hombre tan fuerte, robusto y físicamente atlético caer en la total impotencia y debilidad.

Mi mente voló a uno de los momentos más dulces que haya vivido nunca con mi padre, durante el semestre en que asistió a mi curso sobre “Principios de bioética” en la Universidad de Nuestra Señora de la Santa Cruz, hace casi una década.Orgulloso como un pavo del hecho que yo estuviera enseñando en la universidad, estaba feliz de asistir a mi curso y mis estudiantes lo amaban. Leyó diligentemente y subrayó el libro de texto dejándolo sobre la mesa junto al sofá en la sala, para poderlo mostrar a quien lo fuera a visitar a la casa. La enfermedad de Parkinson estaba empezando a afianzarse en esa época y, por suerte, los fuertes temblores estaban muy controlados por los fármacos que tomaba.

Un martes pasé a recogerlo por la mañana temprano para ir a la clase, como hice todo el semestre. Habíamos cruzado el Greater New Orleans Bridge hasta la orilla oeste del Mississippi, donde está la pequeña universidad católica. Recogimos algunas naranjas maduras que estaban en el árbol junto al estacionamiento, para luego entrar al edificio escolar por la puerta de atrás. Después de subir un piso con el elevador, atravesamos el pasillo de azulejos blancos que conducía al salón donde nos esperaban treinta estudiantes.

Casi a mitad de la calle las piernas de mi papá se petrificaron y él, con una mirada asustada, les ordenó que siguieran adelante, con el pensamiento. Nada que hacer. En pocos segundos se derrumbó en un gran llanto a causa de la pérdida de control sobre su cuerpo. “Ánimo, papá”, le dije tomándolo por el brazo para ayudarlo a seguir adelante. “Tú puedes”. Llegamos tarde a la clase, y mientras él intentaba poner buena cara al mal tiempo, estaba sacudido al darse cuenta de su condición degenerativa. Esas fueron las primeras manifestaciones de una enfermedad que al final le habrían vuelto casi imposible caminar o hablar.

Al mirar fijamente el frágil y debilitado cuerpo de mi papá, reflexioné sobre el misterio de la pérdida de la fuerza y capacidades de nuestra vida – tal como la conocemos – para prepararnos a la vida eterna. Existe una inmensa gracia en el dejar de depender de nosotros mismos, y aprender a depender completamente de Dios y los demás. La última etapa de una larga vida está generalmente caracterizada por una profunda vulnerabilidad, un despojarse de las propias corazas, máscaras y mecanismos de defensa. Es una etapa sagrada donde volvemos a ser lavados, alimentados, acompañados y limpiados por los demás. Teniendo la posibilidad de recuperar – a pesar de la piel marchita – un corazón de niños.

La mayor parte de nosotros necesita una vida entera para alcanzar el lugar en que la naturaleza ofrece como un don – la impotencia – lo que hemos, a menudo, temido perder más, contra lo que hemos combatido más duramente y que hemos buscado rechazar incansablemente con cada instrumento a nuestra disposición. Al final, la impotencia es una gracia que nos invita a rendirnos, nos enseña simplemente a abrir nuestras manos para recibir de Dios y de los demás. La impotencia es el beso del cielo, un beso que nos invita a la confianza, un beso que nos invita a casa al lugar donde hemos finalmente entendido que somos infinitamente amados por un Dios que nos ve como lo que hemos sido creados para ser: pequeños niños.

“Buenas noches, papá. Te quiero”, le dije en voz baja arrodillándome para besar su rostro infantil. “Todo está bien. Quédate en paz”.

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