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viernes, 18 de diciembre de 2015

¿Es posible la gracia en un mundo en el que nada es pecado?

La gran pregunta para el Año de la Misericordia en la era del relativismo
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Theresa Noble, es.aleteia.org
Es el amor de Dios el que previene, anticipa y salva. […] Si todo quedase relegado al pecado, seríamos los más desesperados de entre las criaturas, mientras que la promesa de la victoria del amor de Cristo encierra todo en la misericordia del Padre.

El año del Jubileo de la Misericordia ofrece una oportunidad a muchos para lamentarse, con todo el derecho, por el hecho de vivir en un mundo donde el concepto de pecado es considerado por algunos como algo desfasado y sin sentido.

La misericordia depende de la justicia y del concepto de pecado porque cuando Dios nos muestra su misericordia, lo hace para poder perdonar nuestros pecados.

Así que, ¿qué significado tiene la misericordia en un mundo que no cree en el pecado?

Yo, antes, no creía en el pecado. Era atea y tuve un momento de conversión instantánea que me trajo de vuelta a la fe en Dios. Sin embargo, mi travesía de vuelta a la Iglesia no fue tan inmediata. Fue un proceso gradual y lento; un proceso en el que Dios y otros cristianos me mostraron su amor, su paciencia y su aceptación mientras yo iba dando traspiés. Por fin, empecé a estar de acuerdo con la autoridad doctrinal de la Iglesia, incluyendo su definición de pecado.

No obstante, en los primeros meses de mi conversión, mis pecados y mi contrición no eran el objeto de la atención de Dios. El centro de todo era el hecho de cuánto me amaba Dios. Nunca olvidaré la sensación de aquellos primeros meses. Caminaba por donde fuera como mecido por la mano del Creador, disfrutando de su cariñosa mirada.

Y yo continuaba pecando, lo digo en serio.
Pero la cuestión es que ahora conocía a un Dios que me amaba y su amor misericordioso era el anticipo de mi arrepentimiento. Dios no se echó atrás con gesto asqueado en vista de mi falta de arrepentimiento. No me aniquiló por continuar con mi antiguo estilo de vida. Por contrario, se adentró en mi alma y abrazó precisamente aquella parte que era más oscura en mí. En las partes en las que yo estaba muerta, Jesús murió conmigo.

Con el tiempo, gracias a mi relación con Dios, me sentí invitado a volver a la Iglesia. Sentía desconcierto y repulsión. Amaba a Dios, sí, pero no estaba interesado en regresar a la Iglesia. Quería amar a Dios según mis propios términos. Sin embargo, sabía que Dios sólo me encaminaría hacia un lugar en el que pudiera amarme de la forma más completa.

Así que, por obediencia al Dios que amaba, empecé a ir a misa de forma más regular.

Hubo un día que nunca olvidaré: me estaba preparando para ir al trabajo y de repente sentí una especie de iluminación en mi consciencia. Fue como si por fin pudiera ver todos mis pecados tal y como Dios los ve; todo lo que había hecho, todo lo que estaba haciendo y todo lo que seguiría haciendo como ser humano pecador. Me derrumbé y quedé sollozando en el suelo.

Éste fue un momento de misericordia.
Pero la misericordia de Dios no empezó en ese preciso momento. Dios ya me había mostrado su compasión mucho antes; una piedad que era el preludio de mi arrepentimiento. La naturaleza previsora de su compasión, incondicional, fue lo que me llevó a arrepentirme. Dios me amó en lo más profundo de mis tinieblas porque sabía que únicamente su amor abrasador podría salvarme.

Así es como nos ama Dios. Extiende su piedad hacia nosotros a través de nuestras vidas, hasta nuestro último aliento. Su compasión precede a nuestra cooperación; su piedad anticipa nuestro arrepentimiento; su misericordia es el preludio de nuestro retorno a Él.

Dios está fuera del tiempo, así que su compasión hacia los seres humanos, no está supeditada a lo que hagamos con nuestro libre albedrío. Él vierte su misericordia sobre nosotros porque está en su naturaleza el ser misericorde.

Cada día, cada hora, cada minuto.

Si nuestros corazones no están arrepentidos, no podemos recibir la plenitud de la gracia salvífica de Dios, pero esto no significa que su amor compasivo se esté desperdiciando. Todo lo contrario: si nos mostramos aunque sea mínimamente cooperativos, su compasión puede reblandecer lentamente nuestros corazones y ayudarnos a ver la verdad.
Dios carga con nuestros pecados para que podamos arrepentirnos: «Pero te compadeces de todos, porque todo lo puedes; cierras los ojos a los pecados de los hombres, para que se arrepientan» (Sabiduría 11:23).

¿Qué significa esta realidad en este Jubileo de Misericordia?
Significa que todos estamos llamados a mostrar hacia los demás la misma misericordia de Dios. Estamos llamados a actuar con una misericordia que no empiece por señalar los pecados del otro. (Esto es especialmente cierto si la otra persona no cree en el concepto de pecado).

La misericordia empieza con cada prójimo, allá donde se encuentre, y lo conduce de vuelta a Dios. La misericordia antepone el bienestar espiritual del prójimo y crea un espacio para la naturaleza gradual de la conversión. La misericordia considera que golpear en la cara al otro con los Diez Mandamientos o el Catecismo a menudo no va a servir de nada, no si la otra persona no acepta primero el amor de Dios o el mero hecho de su existencia.

La misericordia antepone el amor al juicio o a la identificación del pecado.

Un amor misericordioso previsor no descarta el pecado como algo sin importancia. La misericordia no se salta el pecado y finge que todo está bien.

Tal y como escribió San Agustín: «Su misericordia nos previene. Nos previene para sanarnos».

Pero la misericordia no da prioridad al pecado.

La misericordia da prioridad al amor curativo de Dios, para que podamos comprender nuestro pecado, arrepentirnos de él y ser sanados. Tomás Aquino dice de la misericordia de Dios que «destierra la miseria». Estamos llamados a acompañar a los demás en este viaje en el que Dios desea desterrar la miseria. Es un viaje que en ocasiones requiere de nuestra paciencia para caminar junto a los demás, incluso cuando no reconocen su pecado como miseria.

Pero éste es el mismo camino que andamos con Dios a nuestro lado, paciente y misericordioso, que nos envuelve con su compasión ahora, antes de ser perfectos, para que podamos ser perfeccionados por su misericorde amor.

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