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miércoles, 5 de octubre de 2016

La diferencia entre un cristiano que reza y uno que no lo hace explicada en dos imágenes

De ser espectador externo a tener una relación

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Al intentar compartir mi fe con los demás, a menudo tengo dificultad en explicar el concepto de oración. ¿Hay realmente diferencia? ¿No es suficiente ayudar a los demás, ser “buena persona”?

Si bien esta lógica puede convencer a muchos –a veces yo mismo caigo– nada es más distante del corazón que el cristianismo. La virtud sin la oración es como un cristianismo que sufre de Alzheimer.

Preferimos la rutina a los momentos de profunda intimidad, momentos que podrían ser agradables en lugar de desafiantes. En resumen, un cristianismo sin oración es un cuerpo sin alma.

Dicho de este modo, la oración es, después de todo, fácil, necesita una simple decisión: abrazar el silencio y ofrecer el corazón. Pero es un camino gradual y a menudo irregular.

Para ilustrar mejor este punto, quisiera preguntarte: ¿has notado la diferencia entre el arte en las paredes laterales de las iglesias (sobretodo en las iglesias decoradas de manera más tradicional) y la del ábside, alrededor del altar? Tomemos por ejemplo la catedral de Cefalú, en Sicilia. ¿Qué observas al caminar por esta bella iglesia del 1131?
Un cristiano que no reza: una mirada del exterior
Sobre las paredes laterales de la iglesia, encontramos una serie de imágenes que muestran escenas del Antiguo y el Nuevo Testamento. Ocupan toda la nave que apunta hacia el altar. Caminamos a lo largo del sendero de la historia de la Salvación, admirando muchas historias de la relación entre Dios y el hombre.

Lo hacemos como observadores externos. Como si estuviéramos leyendo un libro de historia o una novela, conocemos lo que sucedió entre Dios y las personas. Pero estamos fuera de la escena.

Eso es lo que somos cuando no rezamos: espectadores del cristianismo. Asistimos a las escenas del amor entre Dios y el hombre. Y por muy conmovedor que sea, imagina que lees historias de amor durante toda tu vida sin nunca haber tenido una relación sentimental. Sin haber recibido nunca realmente una de esas miradas de amor.

Podemos oír hablar de nuestra fe en la misa, o en la clase de catecismo. Podemos aprender la vida de los santos e incluso intentar imitar sus buenas obras. Podemos servir en el comedor a los pobres o hacer obras de caridad. Todas estas son iniciativas excelentes que de hecho nos acercan a Dios. Pero no podemos contentarnos con esto. No podemos olvidarnos de la esencia del cristianismo.

Sin un encuentro más profundo y personal con Cristo, corremos el riesgo de distraernos con una simplicidad increíble.

En lugar de Cristo, ponemos otras cosas en el centro de nuestra espiritualidad: los encargos que debemos realizar, la formación que debemos conseguir, la liturgia que debemos cumplir de manera impecable, etc.

El momento crucial
Una de las mejores formas para poner a Cristo en el centro de tu vida cristiana es continuar haciendo lo que haces, cambiando ligeramente la perspectiva.

La próxima vez que escuches una homilía, que leas la Biblia o un libro sobre la vida de un santo, o dediques tu tiempo al servicio de los pobres, en lugar de concentrarte en lo que estás escuchando o haciendo, pregúntate“¿Por qué?”.

Cuando lees las historias de la salvación tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, o las historias de los santos, no te concentres mucho en el deseo de imitar sus obras. Permite en cambio que el amor de Cristo te inspire. Más que hacer lo que estas personas han hecho, debemos aprender a seguir la mirada de su corazón.

Si después de una lectura una parte de ti no se siente del todo impulsada a entrar en el silencio y a sentir la mirada amorosa de Cristo, algo salió mal.

Dante lo describe magistralmente en una escena de la Divina Comedia. Al entrar en el paraíso, Dante vislumbra a Beatriz por primera vez. La mirada de Dante se cruza con la de su amada Beatriz, encontrándose frente a una expresión encantadora, tan llena de luz y de amor. Y ese sol (Dios) lo empuja a hacer lo mismo. Lo increíble es que el mismo planteamiento arquitectónico y artístico de nuestras iglesias nos empujan a actuar de la misma manera.

Un cristiano que reza: un encuentro cara a cara
Al seguir caminando a lo largo de la iglesia, llegamos al altar. Ahí, levantamos la mirada y descubrimos algunos cambios radicales.

Hemos pasado de una estructura lineal a una circular: la estructura lineal simboliza el orden cronológico tradicional de un evento tras otro. La estructura circular, en cambio, representa el orden cronológico de la eternidad.

El círculo desde siempre ha sido un símbolo del infinito (no tiene fin). Aquí nos acercamos a la presencia del eternamente presente.

Análogamente, cuando nos abrimos a Cristo en la oración, la lógica de la eternidad comienza a prevalecer sobre nuestra lógica cotidiana hecha de preocupaciones y de estrés.

Las interminables listas de cosas para hacer son finalmente colocadas en su lugar. Cada cosa está organizada en dos simples categorías: lo que pertenece al amor, y, por lo tanto es eterno, y lo que no, que es efímero e inútil.

Es la misma experiencia del emprendedor que vuelve a casa, tras un largo día de preocupación, números que cuadrar y resultados a obtener. Basta una simple mirada por parte de la mujer y el abrazo de los niños alrededor de sus piernas para recordarle lo que es realmente importante en la vida.

La mirada directa de Cristo: algo aún más importante, nuestros ojos son acogidos por la presencia de Cristo, nuestro Salvador.
Y, sin embargo, Cristo estaba presente en otras escenas que hemos visto hasta ahora a lo largo de las paredes laterales. ¿Qué es diferente aquí? Su posición frontal y directa, Él nos está mirando directamente.

En este lugar sagrado –sobretodo durante el momento del sacrificio eucarístico–estamos invitados a realizar el paso entre ser espectadores externos a ser miembros activos en una relación: es el momento del encuentro cara a cara con nuestro amado.

Presta atención, sin embargo, porque encontrarte con Él (así como cualquier otro encuentro personal) significa que no se mira de reojo, sino que se es protagonista, se está sobre el escenario. Uno está expuesto, vulnerable. Su mirada está llena de amor, y Él quiere transformarnos en amor puro. Eso es la oración.
Un cristiano que reza nutre su vida con la mirada contemplativa de Cristo. Demasiados cristianos caen en una especie de moralismo ansioso o, al contrario, en una especie de laxismo indiferente porque hemos olvidado o nunca hemos experimentado este encuentro entre nuestra mirada y la de Cristo. Y esta mirada puede encontrarse sólo en la oración (y es necesario buscarla).

Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos (Jb 42,5)

Por Garett Johnson, catholic-link

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